Hay decenas en Madrid, aunque nunca nadie se atrevió a contarlos por miedo a sentirse demasiado culpables. Un ejercicio de hipocresía, evitar a la oveja negra de nuestra familia urbana. Personas tan solas, pero que lleva tanta gente dentro, que creo que un día tendré que acercarme a mi hombre a contárselo. Sólo espero no poner esa cara que ponen los niños y los viejos cuando no saben disimular que lo que ven les da pena. Saber disimular es un acto reflejo que en Madrid se aprende rápido y se pierde tarde.
Gitanas vendedoras de flores que en la esquina de Guzmán el Bueno con Alberto Aguilera o en la mismísima plaza Colón me dan ganas de vivir, ese hombre sin brazos que un día está en Sol y otro en Preciados y no puede soltar el vaso de plástico, ese otro que vende patitos que pían a uno de los extremos del paso de cebra, el recogecartones al que hicieron un documental, y ése poeta gratuito que se conforma con la voluntad en la Gran Vía. Encartonados en invierno, desaparecidos cuando la ciudad muere en verano.
Pero entre ellos, mis hombres son los músicos. No esos que con un baile griego que aún no sé como se llama se montan en la línea 6 , ni el argentino que cada tarde dedica el "besame mucho" a la más guapa del vagón, ni siquiera el barquillero de El Rastro que me encadila algún domingo, no. Los míos son el contrabajo a ritmo de jazz de Serrano, el violinista que me mete en una película cuando, aún dormida, llego a Ciudad Universitaria cada mañana, siempre tocando una estación de Vivaldi, siempre inspirándome optimismo y restándome rutina. Y mi predilecto, el hombre del acordeón, fácilmente localizable en una butaca delante del escaparate de Zara para frenar mis impulsos capitalistas. No puedo, me entristece irremediablemente. Día sí, día también, siempre tocando la misma melodía, él no conoce las estaciones como el violinista, y lo mismo suda que tirita, pero nunca suelta su melodía. Puede que ronde los cincuenta, quizá más, pero su sonrisa no me engaña. Está triste porque nadie lo escucha, es el hombre invisible de Argüelles. Desde pequeña he imaginado historias para un monotemático acorde, que no envejece ni cambia de melodía, que me sonríe cuando acerco mi mano a su acordeón, me he asustado cuando un dia faltaba a su escaparate, me he emocionado cuando he visto a un niño salir corriendo al darle una moneda, me he sentido simple y llanamente una niña consentida cuando le miro a los ojos.
Y ni siquiera tengo una imagen para ilustrar este pensamiento triste, pero estoy segura que cada una de las personas que lean esto tendrán, si no es el mío, un acordeón particular, de esos que hay decenas pero sólo uno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario